domingo, 10 de abril de 2011

La noche del indio



AQUÍ, EN LA LLANURA SOLITARIA, igual de día que de noche, lo mismo durante las sequías ardientes que durante la época de los chubascos —días festivos y días de labor— mi vida es triste, mala, monótona... Mi abuelo fue campesino, mi padre fue campesino y yo también lo soy. Todos nacimos y vivimos sobre este mismo puñado de tierra; contemplamos los mismos paisajes; comimos de la misma fruta...

Tengo mujer y cinco hijos —el mayor de nueve años— y habito una pequeña choza con las paredes de adobe y la techumbre de paja...

Mi abuelo no supo leer; mi padre no supo leer; ni mi mujer y yo sabemos tampoco. Y puesto que no hay escuelas por estos rumbos, mis hijos no aprenderán nunca. Sin embargo, yo quisiera que aprendieran; quisiera que, de mayores, pudieran ellos enseñar a sus hijos, señalándoles las letras con sus propios dedos. Podrían entonces abandonar el campo e instalarse en la ciudad. Allí hay dinero, casas muy grandes, personas sumamente influyentes y modo de ganarse el pan cómodamente. ¡Pero no aprenderán nunca!

Ararán el campo como yo, como mi padre, como mi abuelo. Sus pies se curtirán como los míos; sus manos encallecerán; y sus ropas —remiendo sobre remiendo— serán el asco o la lástima de cuanto forastero se acerque a ellos. Me enterrarán en el camposanto bendito y ocuparán después mi petate. Comerán sus aumentos en mis mismos platos y beberán agua en mi mismo jarro. ¡No aprenderán a leer en la vida!

Los días de fiesta irán a misa al mismo templo que voy ahora, con sus cargas de fruta fresca o barro y sus sombreros muy anchos. De regreso, vendrán cantando con otros compañeros suyos —iguales a los míos— o en silencio, lo mismo que vengo ahora, durante las tardes de estos domingos tan tristes, a lo largo de las serranías azules, sobre las cuales Dios Nuestro Señor parece asomarse a la Tierra. O se embriagarán como yo lo hago —sin comprender aproximadamente por qué— bebiendo pulque hasta enloquecerse o perder el sentido y servir de irrisión a las personas decentes. ¡No aprenderán a leer nunca!

Serán como fui yo, como fueron mis viejos: melancólicos, borrachos, muy pobres; aborrecidos y humildes cual indefensos gusanos; olvidados ¡ay! de todo el mundo, incluso de los señores buenos.

Por las noches, en cuanto el sol declina y se ensombrecen las cosas, suelo salir de mi choza y, sentado sobre una piedra, me pongo a mirar al pueblo lejano, a la sierra tremenda. Desde allí se vislumbra la carretera, blanca y retorcida como una serpentina, dando vueltas alrededor de la montaña. A veces cruzan los automóviles velozmente, con sus faros encendidos y sus motores calientes, y yo pienso con envidia en sus ricos pasajeros: cómodos, saciados, muy pulcros. Van a la ciudad, a sus casas de piedra, a sus camas mullidas, a sus platos tan llenos. Los adivino arrullados como príncipes en el fondo de sus asientos, cubiertos con suaves mantas de terciopelo, oliendo a jabones caros, y leyendo, leyendo sin tropiezo alguno lo que han escrito otros hombres más listos que ellos.

Esto pienso mientras miro a los automóviles desde mi choza. En cambio, cuando levanto los ojos y miro al firmamento, pienso otra cosa. ¡Es algo extraño lo que me ocurre! Me encanta de pronto la luna blanca, las estrellas que ríen, el agua del bordo, la música de la guitarra y el huisache que duerme. Me considero rico y alegre y me subyuga todo: la lluvia que dejo caer sobre mis espaldas; la ropa que visto; el manto de la Virgen; el calor que da sed; la espiga. Y me pongo a cantar en voz baja, sólo para mí, como hacemos siempre los indios.

De todos modos, concluyo por entristecerme.

—¡Este corazón mío! —suspiro.

Y regreso a mi choza, tumbándome sobre el petate duro donde mi mujer, mi perro y mis hijos duermen.

Rezo, rezo entonces mucho, sin saber a punto fijo qué espero. Es una necesidad urgente que me devora como el hambre. Rezo y miro a la cruz de paja, con los ojos entrecerrados, como se mira desde el fondo de un pozo a la luz clara del día.

"¿Rezarán también las personas ricas?" —me pregunto.

Pienso que no. ¡Ay, ellas no necesitan ayuda de nadie porque pueden valerse por sí mismas, ya que son fuertes y poderosas!

—Con sus brazos alcanzan cuanto desean —me digo.

Nosotros, no. Nosotros, los indios, somos débiles y necesitamos de nuestra cruz de paja; de algo muy importante hacia qué levantar las manos implorando auxilio. Los hombres no nos dan nada. Dios, sí: la lluvia, el calor, el frío. Y de eso comemos. Los hombres blancos van y vienen y no piensan un solo instante en nuestros terribles dolores. Lo hacen así porque son superiores y ricos. ¡Ay, los hombres blancos no son nuestros amigos! Yo sí quisiera serlo de ellos, pero ellos no quieren. ¡Son tan altivos, tan listos! No laboran el campo: juegan con él. No cosechan la fruta: la comen. No sudan, no sufren: ríen y se divierten. No se quitan el dolor con pulque, ni se sientan junto a los charcos fríos, ni reclinan sus cabezas en petates húmedos.

Los hombres blancos nos dicen:

—Trabaja para nosotros, puesto que Dios así lo ha dispuesto.

Es muy cierto. También los asnos trabajan para nosotros. Y habrá sin duda alguna animales "más peores" que trabajen para ellos.

Pero una tarde, una tarde caliente de junio, me tropecé con un hombre que no olvidaré mientras viva. No lo olvidaré, digo, por las palabras que pronunció, por las noches que me dejó sin dormir, por las lágrimas que me ha hecho derramar. No importa que sus promesas sean estériles. Eran tan bellas, que yo las guardo en mi memoria y las repito a mis hijos, como si se tratara de un rezo. Les hago decirlas a ellos por las noches, detrás de mí, cuando llega la hora de acostarse.

Aunque al hombre aquel le vi sólo unos instantes, recuerdo muy bien su figura: era alto, de cabellos grises, enmarañados y largos; gastaba anteojos y una pequeña barba recortada en punta. Parecía un águila. Y mientras hablaba se detenía preocupadamente, mirándome bien a los ojos, cual si olvidara las palabras o cruzara por su cabeza algo tan grave que no pudiera con sus pensamientos.

Jamás olvidaré sus ojos, desde luego.

Me dijo:

—Tú, indio, te levantarás algún día de tu cabaña en ruinas para resplandecer como el sol. El hombre blanco se irá extinguiendo como un ruin cabo de vela que se apaga —consumido por su propia llama— y su sombra se perderá en las sombras. Tú, indio, eres humilde y débil; sin embargo, es preciso ser fuerte y perdurar. Tu importancia se halla oculta sólo para aquel que no quiera ver. Ese blanco que tanto envidias es un hombre como tú: no importa que haya nacido bajo estos o aquellos soles; no importa que sus escuelas y sus templos sean más ricos que los tuyos, ni que sus ropas sean más finas y su aspecto más delicado. Si tú quieres, tus escuelas serán mejores que las suyas; tus templos, más monumentales que los suyos; y tus ropas, por lo menos semejantes a las de ellos. ¡La fuerza está en ti, indio! Y escribirás libros mejores que aquellos que ahora no sabes leer. Y oirás música más bella que aquella que hoy no te permiten escuchar. Y dictarás leyes más humanas que las que te rigen... Por las noches saldrás al aire fresco y cantarás de alegría a la luz de la luna. Torrentes de agua como mares estarán a disposición tuya para hacer fértil la llanura yerma. Tu casa no será de mármol porque el mármol no hace falta al hombre, pero será de piedra y ni el huracán podrá conmoverla. Serás fuerte, ágil, libre. Y un fulgor muy potente irradiará sobre cualquier ámbito tan pronto tu alma despierte. Es preciso hacer la revolución, amigo...

Cuando el hombre de la barbita blanca echó a andar bajo su gorra a cuadros, me sentí más solo que otras veces y quise que no se hubiera apartado de mí nunca. Y yo, que soy indio, rompí a sollozar amargamente, sentado entre las matas del camino.

Volví a casa cantando una canción muy triste:

"Mi tierra es linda porque ha sufrido tanto..."

Aquella misma noche reuní a mis hijos, a mi mujer, y les dije:

—He visto a Cristo.

Y de rodillas, frente a la cruz de paja, repetí una a una las palabras benditas:

—¡La fuerza está en ti, indio!

Está, sí, según creo. Y también el zopilote hediondo sobre aquella loma. Es lo peor.


De la noche.


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