martes, 12 de abril de 2011

La noche de los cincuenta libros (fragmento)

ANDABA YA EN LOS ALBORES DE LA ADOLESCENCIA, un vello híspido y tupido me goteaba en los sobacos, cuando reflexioné:

—”Los hombres me aborrecen, me temen o se apartan con repugnancia de mi lado. Pues bien, ¡me apartaré definitivamente de ellos y no tendrán punto de reposo!” Hice mi plan.

“Me encerraré entre los murallones de una fortaleza que levantaré con mis propias manos en el corazón de la montaña. Me serviré por mí mismo. Ni un criado, ni un amigo, ni un simple visitante, ¡nadie! Sembraré y cultivaré aquello que haya de comer y haré venir hasta mis dominios el agua que haya de beber. Ni un festín, ni una tertulia, ni un paréntesis, ¡nada! Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito. Libros, en fin, que estrangulen las conciencias, que aniquilen la salud, que sepulten los principios y trituren las virtudes. Exaltaré la lujuria, el satanismo, la herejía, el vandalismo, la gula, el sacrilegio: todos los excesos y las obsesiones más sombrías, los vicios más abyectos, las aberraciones más tortuosas… Nutriré a los hombres de morfina, peste y hedor. Mas no conforme con eso, daré vida a los objetos, devolveré la razón a los muertos, y haré bullir en torno a los vivos una heterogénea muchedumbre de monstruos, carroñas e incongruencias: niños idiotas, con las cabezas como sandías; vírgenes desdentadas y sin cabello; paralíticos vesánicos, con los falos de piedra; hermafroditas cubiertos de fístulas y tumores; mutilados de uniforme, con las arterias enredadas en los galones; sexagenarias encinta, con las ubres sanguinolentas; perros biliosos y castrados; esqueletos que sangran; vaginas que ululan; fetos que muerden; planetas que estallan; íncubos que devoran; campanas que fenecen; sepulcros que gimen en la claridad helada de la noche…Vaciaré en las gargantas de los hombres el pus de los leprosos, el excremento de los tifosos, el esputo de los tísicos, el semen de los contaminados y la sangre de las poseídas. Haré del mundo un antro fantasmal e irrespirable. Volveré histérica a cuanta criatura se agita.”

Y así lo hice.

Cada año, con una fecundidad que a mí mismo me aterra, lanzo desde mi guarida un libro más terrífico y letal: un libro cuyas páginas retumban en la soledad como estampidos de cañón o descienden sobre las ciudades con la timidez hipócrita de la nieve. Y son de tal suerte compactos sus copos, son mis creaciones a tal grado geniales, que he logrado ahuyentar de estos rumbos a las fieras; he espantado a las aves, a los insectos y a los peces; al Sol y a la Luna; al calor y al frío. Donde yo habito no hay estaciones y la Naturaleza es un limbo. El agua no moja; la llama no quema; el ruido no se percibe; la electricidad no alumbra. De noche todo es negro, impenetrable, pero yo veo. De día todo es blanco, lechoso, intangible. Son los dos únicos colores que restan por estas comarcas. Diríase que una monumental fotografía me rodea.

Y escribo, escribo sin cesar a todas horas, aunque ya soy viejo. Escribí así durante cincuenta años. ¡Cincuenta libros, pues, pesan sobre las costillas de los hombres! Y presiento a estos histéricos, histéricos incurables: los veo desplumar a las aves; mutilar sus propios miembros; orinar a sus mujeres; extraviarse en la noche enorme…

Y es tal mi avidez que, cuando me sobran fuerzas, trepo por la vertiente de esta montaña mía hasta la última roca desnuda, y, desde allí, más que como un titán o un profeta barbudo, como un dios todopoderoso y escuálido, lanzo al espacio la palabra maldita:

—¡Histéricoooos!

La fotografía no cambia. Pero los semblantes de los hombres sí, lo adivino.

Esta noche he concluido mi última obra. Digo mi última, porque ya no escribiré más. Me siento enfermo, vacío; con el cerebro tan yermo como una esponja o una piedra. Por otra parte, me estoy quedando ciego; ciego a fuerza de trabajar en esta obscuridad insondable. Ya no distingo los contornos de las cosas: apenas su volumen. De ahí que confunda fácilmente un árbol con una mesa y una mesa con un vientre. ¡No, no escribiré más! Pronto seré un vestigio, y no conviene que la Humanidad se percate de ello. Conviene, más bien, que el tirano se exilie fuerte, que desaparezca hecho un coloso, que se retire con la majestad del Sol que desciende por entre los riscos…

He concluido mi última obra hace unos instantes, unos breves segundos. He escrito: FIN. Y he doblado las cuartillas precipitadamente, jadeante por el insomnio, aturdido por el abuso mental, sudoroso y febril, garabateando con dolor sobre ellas un jeroglífico indescifrable que viene a ser mi epitafio: FIN. FIN. FIN DE TODO...

De la noche.

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