NOS AGACHAMOS Y EMPEZAMOS A TRABAJAR. Era hermoso. Había tiendas esparcidas por el campo, y pasadas éstas, los morenos algodonales se extendían hasta donde alcanzaba la vista llegando a las pardas estribaciones surcadas por arroyos tras las que se destacaban en el aire azul de la mañana las sierras coronadas de nieve. Aquello era mucho mejor que lavar platos en South Main Street. Pero yo lo desconocía todo sobre la recogida del algodón. Empleaba demasiado tiempo desprendiendo las bolas blancas de sus crujientes bases; los otros lo hacían de un solo toque. Además, empezaron a sangrarme las yemas de los dedos; necesitaba guantes o más experiencia. En el campo también estaba una pareja de negros muy viejos. Recogían el algodón con la misma bendita paciencia con que sus abuelos lo hacían en Alabama antes de la guerra civil; se movían con seguridad a lo largo de sus hileras, agachados y activos, y sus sacos se llenaban. Empezó a dolerme la espalda. Pero era hermoso arrodillarse y esconderse en la tierra. Si quería descansar podía hacerlo con mi cara pegada a la húmeda tierra oscura. Los pájaros cantaban acompañándonos.
Creí que había encontrado el trabajo de mi vida. Johnny y Terry llegaron saludándome con la mano a través del campo bajo el intenso calor del mediodía y se pusieron a trabajar conmigo. ¡Maldita sea! ¡Hasta Johnny lo hacía mucho más de prisa que yo...! y, por supuesto, Terry era dos veces más rápida. Trabajaban delante de mí y dejaban montones de algodón limpio para que lo metiera en el saco: los montones de Terry eran de trabajador avezado, los de Johnny menudos montones infantiles. Yo apenado los metía en el saco. ¿Qué tipo de hombre era que ni siquiera podía mantenerme, y mucho menos mantener a los míos? Pasaron la tarde entera conmigo. Cuando el sol enrojeció regresamos juntos. En un extremo del campo descargué mi saco en una balanza; pesaba veinte kilos y me dieron dólar y medio. Luego, en la bicicleta que me prestó uno de los okies fui hasta una tienda de la autopista 99 donde compré latas de espaguettis preparados y albondiguillas, pan, mantequilla, café y un pastel, y volví con la bolsa sobre el manillar. El tráfico zumbaba en dirección a LA los que iban a Frisco me acosaban por detrás. Maldecía y maldecía sin parar. Miré el cielo oscuro y le pedí a Dios mejores oportunidades en la vida y más suerte para ayudar a los que quería. Nadie me hacía el menor caso. Fue Terry la que me reanimó; calentó la comida en el hornillo de la tienda y fue una de las mejores comidas de toda mi vida, así estaba de hambriento y cansado. Suspirando como un viejo negro recogedor de algodón, me tumbé en la cama y fumé un pitillo. Los perros ladraban en la noche fría. Rickey y Ponzo habían dejado de visitarnos por la noche. Era muy de agradecer. Terry se acurrucaba junto a mí, Johnny se sentaba apoyado en mi pecho, y ambos dibujaban animales en mi cuaderno de notas. La luz de nuestra tienda brillaba en la temible llanura. La música vaquera sonaba en el parador y recorría los campos, toda tristeza. Eso me gustaba mucho. Besé a Terry y apagamos la luz.
"En el camino", Jack Kerouac.
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