MIS MANOS SE HALLABAN HÚMEDAS y mi estómago se contraía. El frasco con los botones de peyote estaba en el piso junto a la silla. Me agaché, tomé al azar un botón y lo puse en mi boca. Tenía un sabor rancio. Lo partí en dos con los dientes y empecé a mascar uno de los trozo. Sentí un amargor fuerte, acerbo; en un momento toda mi boca quedó adormecida. El amargor crecía conforme yo mascaba, provocando un increíble fluir de saliva. Sentía las encías y el interior de la boca como si hubiera comido carne o pescado salados y secos, que parecen forzar a masticar más. Tras un rato masqué el otro pedazo; mi boca estaba tan entumecida que ya no pude sentir el amargor. El botón de peyote era un haz de hebras, como la parte fibrosa de una naranja o como caña de azúcar, y yo no sabía si tragarlo o escupirlo. En ese momento, el dueño de la casa se puso en pie e invitó a todos a salir al zaguán.
Salimos y nos sentamos en la oscuridad. Afuera se estaba bastante cómodo, y el anfitrión sacó una botella de tequila.
Los hombres se hallaban sentados en fila con la espalda contra la pared. Yo ocupaba el extremo derecho de la línea. Don Juan, instalado junto a mí, puso entre mis piernas el frasco con los botones de peyote. Luego me pasó la botella, que circulaba a lo largo de la línea, y me dijo que tomara algo de tequila para quitarme el sabor amargo.
Escupí las hebras del primer botón y tomé un sorbo. Me dijo que no lo tragara, que sólo me enjuagara la boca para detener la saliva. No sirvió de gran cosa para la saliva, pero sí ayudó a disipar un poco el sabor amargo.
Don Juan me dio un trozo de albaricoque seco, o quizá era un higo seco -no podía verlo en la oscuridad, ni percibir el sabor- y me dijo que lo mascara detenida y lentamente, sin prisas. Tuve dificultad para tragarlo; parecía que no quisiera bajar.
Tras una pausa corta la botella dio otra vuelta. Don Juan me entregó un pedazo de carne seca, quebradiza.
Le dije que no tenía ganas de comer.
-Esto no es comer -dijo con firmeza.
El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir qué idioma se estaba hablando, el tema de la conversación, en la que todo mundo participaba, era muy interesante, y procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.
Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres. Hablaban en italiano y repetían continuamente una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a don Juan que los primeros españoles llamaron al río Colorado, en Arizona, "el río de los tizones", y alguien escribió o leyó mal "tizones" y el río se llamó "de los tiburones". Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota, pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.
Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me traería un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.
Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una taza o lata pequeña. La llenó en la cacerola y me la dio, y dijo que yo no podía beber: sólo debía refrescarme la boca.
El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso, Quise preguntarle de ello a don Juan y laboriosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro, no podía hablar. Quería comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agradable de palabras líquidas.
Bebí. Y la impresión de que estaba vomitando desapareció. Para entonces todos los ruidos se habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a don Juan y al volver la cabeza noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al contrario, era una novedad: me era posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza en cualquier dirección. Al salir al zaguán había advertido que todo estaba oscuro, excepto el brillo distante de las luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de; ni visión todo era claro. Olvidé mi interés en don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el terreno con un enfoque absolutamente preciso.
Vi la juntura de la pared y el piso del zaguán. Lentamente volví la cabeza a la derecha, siguiendo el muro, y vi a don Juan sentado contra él. Moví la cabeza a la izquierda para enfocar el agua. Hallé el fondo de la cacerola; alcé ligeramente la cabeza y vi acercarse un perro negro de tamaño mediano. Lo vi venir hacia el agua. El perro empezó a beber. Alcé la mano para apartarlo de mi agua; enfoqué en él mi visión concentrada para llevar a cabo el movimiento de empujarlo, y de pronto lo vi transparentarse. El agua era un líquido reluciente, viscoso. La vi bajar por la garganta del perro al interior de su cuerpo. La vi correr pareja a todo lo largo del animal y luego brotar por cada uno de los pelos. Vi el fluido iridiscente viajar a lo largo de cada pelo individual y proyectarse más allá de la pelambre para formar una melena larga, blanca, sedosa.
En ese momento tuve la sensación de unas convulsiones intensas, y en cosa de instantes un túnel. se formó a mi alrededor, muy bajo y estrecho, duro y extrañamente frío. Parecía al tacto una pared de papel aluminio sólido. Me encontré sentado en el piso del túnel. Traté de levantarme, pero me golpeé la cabeza en el techo de metal, y el túnel se comprimió hasta empezar a sofocarme. Recuerdo haber tenido que reptar hacia una especie de punto redondo donde terminaba el túnel; cuando por fin llegué, si es que llegué, me había olvidado por completo del perro, de don Juan y de mí mismo. Me hallaba exhausto. Mis ropas estaban empapadas en un líquido frío, pegajoso. Rodé en una y en otra dirección tratando de encontrar una postura en la cual descansar, una postura en que mi corazón no golpeara tan fuerte. En una de esas vueltas vi de nuevo al perro.
Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví en busca de don Juan, pero no pude distinguir nada ni a nadie. Todo cuanto podía ver era al perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo del agua atravesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido correr por mis venas produciendo matices de rojo y amarillo y verde. Bebí más y más. Bebí hasta hallarme todo en llamas; resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de mi cuerpo a través de cada poro y se proyectó al exterior en fibras como de seda, y también yo adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amarilla procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y cada vez que él cabeceaba yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. ¡Qué toque de ironía y de gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescriptible. Reí hasta que casi me fue imposible respirar.
Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar y de a la vez, estar despierto. Luego; lentamente, el inundo se aclaró y entró en foco. Mi campo de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la transición más difícil. La salida de mi estado normal había sucedido casi sin que yo me diera cuenta: estaba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia, y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia seria, sobria, fue genuinamente violento. ¡Había olvidado que era un hombre! La tristeza de tal situación irreconciliable fue tan intensa que lloré.
Carlos Castaneda, "Las enseñanzas de Don Juan".
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