
Cuando se me pregunta qué es un intelectual, sólo se me ocurre una respuesta: considero intelectual a todo aquel que trata a los demás como si fueran intelectuales o para que lleguen a serlo. Es decir, quien se dirige a la capacidad de razonamiento abstracto que hay en los otros y la reclama frente a las urgencias sociales o políticas del momento. Será así intelectual el que no pretende hipnotizar a su público, ni intimidarlo, ni reconvenirle o exaltarle, ni meramente entretenerle, ni chocarle o desconcertarle, sino que aspira a hacerle pensar. Los que se comportan de este modo son intelectuales, aunque su profesión habitual sea la de payaso de circo, albañil o bombero. Y quienes sólo magnetizan o deslumbran no merecen ese nombre, por muchos títulos académicos que posean.
Una expresión española que me parece convenir bien a este empeño intelectual, a este empeño de quienes pueden ser considerados intelectuales es: “dar qué pensar”. Se dice que alguien da qué pensar” cuando nos despierta sospecha o inquietud, cuando se convierte en un motivo de atención interesada que acaba con la rutina de lo aceptado sin examen. Pues bien, yo creo que hoy el intelectual debe precisamente señalar todo aquello que “da qué pensar” en nuestro entorno. Tendría que ser capaz de suscitar preocupaciones racionales, zozobras que provienen de desajustes entre ideas y no del mal funcionamiento de aparatos e instituciones. Sobre todo debe de defender la capacidad de abstracción que permite comprender y comparar las ideas entre sí: nuestra cultura se basa en lo abstracto, en nociones –felicidad, democracia, violencia, legalidad, humanidad…- que no pueden sustituirse por imágenes; que son pensables pero no visibles. Símbolos, no íconos. La invención de lo audiovisual convierte en superfluo y desdeñable todo aquello que no logra ser “virtualizado” en tres dimensiones, mutilando así decisivamente la capacidad de deliberar a partir de conceptos sin la que puede haber vida instrumental, pero no reflexión sobre la vida.
El intelectual da qué pensar sin pretender pensar por los demás ni pensar sin los demás. Su labor está marcada por la paradoja suicida que conoce muy bien cualquier educador: su éxito no estriba en hacerse insustituible, sino por el contrario en lograr que aquellos a quienes se dirige puedan antes o después prescindir de él y continuar razonando sin su tutela. Es la levadura de un pan que nadie puede amasar solo ni comer sin compañía.
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