Simon Blackburn; "Pensar" [Fragmento]
LA REFLEXIÓN NO ES LO QUE MUEVE EL MUNDO. No nos da de comer ni hace que vuelen los aviones. ¿Por qué no dejamos a un lado los problemas de la reflexión y seguimos adelante con lo demás? Me gustaría esbozar tres tipos de respuesta, de distinto nivel de abstracción: alto, medio y bajo.
La respuesta de alto nivel cuestiona la propia pregunta —una estrategia típicamente filosófica, porque implica subir un grado de reflexión—. ¿Qué queremos decir cuando preguntamos de qué nos sirve? La reflexión no da de comer, pero tampoco la arquitectura, la música, el arte, la historia o la literatura.
Deseamos comprendernos a nosotros mismos, eso es todo. Es algo que deseamos por sí mismo, igual que un científico puro o un matemático puro desean comprender el origen del universo o la teoría de conjuntos, o un músico desea resolver un problema de armonía o de contrapunto. No tenemos la mirada puesta en ninguna aplicación práctica. Buena parte de la vida se nos va en proyectos como el de criar más cerdos para comprar más tierra, de modo que podamos criar más cerdos y podamos comprar más tierra... El tiempo que nos queda, sea para la música o las matemáticas, o para leer a Platón o a Jane Austen, es un tiempo que hay que cuidar. Es el tiempo que dedicamos a mimar nuestra salud mental. Y nuestra salud mental es algo bueno en sí mismo, como la salud física. Además, también existe una retribución en términos de placer. Cuando nuestra salud física es buena, disfrutamos haciendo ejercicio físico y cuando nuestra salud mental es buena, disfrutamos ejercitando la mente. […]
Vamos pues con una respuesta de nivel medio. La reflexión es importante porque forma un continuo con la práctica: lo que pensamos sobre las cosas que hacemos influye en nuestro modo de hacerlas, o incluso en si las hacemos o no. Puede influir en nuestras investigaciones, en nuestra actitud hacia la gente que hace las cosas de un modo distinto a como las hacemos nosotros o, en fin, en el conjunto de nuestra vida. Por poner un ejemplo sencillo, si nuestras reflexiones nos llevaran a creer en una vida después de la muerte, quizás estuviéramos dispuestos a soportar ciertas persecuciones que preferiríamos evitar si nos convenciéramos —al igual que muchos filósofos— de que tal idea no tiene sentido. El fatalismo, es decir, la creencia en que el futuro está fijado de antemano, sean cuales sean nuestras acciones, es una creencia puramente filosófica, pero que es capaz de paralizar cualquier acción. […]
Consideremos algunos ejemplos comunes en Occidente. La reflexión acerca de la naturaleza humana ha llevado a mucha gente a considerar que somos esencialmente egoístas. Sólo buscamos el beneficio propio, sin preocuparnos realmente por nadie más. Un acto en apariencia desinteresado oculta la expectativa de un beneficio futuro. El paradigma dominante en las ciencias sociales es el homo economicus, el hombre económico que mira por sus intereses, en abierta competencia con los demás. Ahora bien, si la gente se convence de que todo el mundo es así, las relaciones entre las personas cambian; se vuelven menos confiadas y cooperadoras, más suspicaces. Ello influye en su forma de actuar en relación con los demás, y se traduce en diversos costes. Les resultará más difícil, y en ocasiones imposible, poner en marcha empresas conjuntas: pueden quedar atrapadas en una «guerra de todos contra todos», de acuerdo con la memorable expresión del filósofo Thomas Hobbes (1588-1679). En el mercado, su miedo a ser estafadas les hará incurrir en elevados costes de transacción. Si estoy convencido de que «un contrato verbal no vale el papel sobre el que está escrito», me veré obligado a pagar abogados para que elaboren contratos que impongan sanciones, y si no confío en que los abogados vayan a poner algo más de su parte que el mínimo indispensable para justificar el cobro de sus honorarios, tendré que hacer revisar los contratos por otros abogados, y así sucesivamente. Pero todo ello se puede basar en un error filosófico: interpretar las motivaciones humanas desde un conjunto equivocado de categorías y, por lo tanto, sin comprender su naturaleza. Puede que la gente sea capaz de preocuparse por los demás, o que al menos esté dispuesta a poner algo de su parte o a cumplir sus promesas. Tal vez si se propusiera una visión más optimista, la gente sería capaz de vivir de acuerdo con ella, en cuyo caso mejoraría su calidad de vida. Así pues, este momento de reflexión, destinado a poner en claro las categorías adecuadas para comprender las motivaciones humanas, es una tarea importante desde un punto de vista práctico. No se limita al campo de lo académico, sino que escapa de él. […]
Así pues, la respuesta de nivel medio nos recuerda que la reflexión forma un continuo con la práctica y que ésta puede cambiar para mejor o para peor en función de la validez de nuestras reflexiones. Vivimos en un determinado sistema de pensamiento, del mismo modo que vivimos en un determinado edificio, y si nuestro edificio intelectual resulta estrecho y opresivo, nos interesa saber qué otras estructuras son posibles.
La respuesta de nivel bajo se limita a sacar algo más de brillo a esta argumentación, ya no en los terrenos limpios y bien ordenados de la economía o de la física, sino abajo, en los sótanos, donde la vida humana es menos civilizada. Uno de los Caprichos de Goya lleva por título El sueño de la razón produce monstruos. Goya creía que buena parte de las locuras de la humanidad eran el resultado del «sueño de la razón». Siempre habrá gente dispuesta a decirnos qué es lo que queremos, cómo nos lo van a dar y en qué deberíamos creer. Las creencias son contagiosas, y se puede convencer a la gente de casi cualquier cosa. Estamos típicamente convencidos de que nuestra forma de hacer las cosas, nuestras creencias, nuestra religión, nuestros políticos son mejores que los de los demás, o de que los derechos que nos ha otorgado nuestro Dios están por encima de los suyos, o de que la defensa de nuestros intereses exige maniobras defensivas o ataques preventivos contra ellos. En último término, son estas ideas las que hacen que las personas se maten unas a otras. Ideas sobre cómo son los demás, o sobre quiénes somos nosotros o sobre cómo defender nuestros intereses o nuestros derechos, son las que nos llevan a la guerra, nos convierten en opresores sin sentir apenas mala conciencia o incluso hacen que nos resignemos a ser nosotros mismos los oprimidos. Cuando estas creencias van acompañadas del sueño de la razón, el único antídoto es un despertar crítico. La reflexión nos permite dar un paso atrás y tal vez reconocer cuán ciega o desviada era nuestra anterior forma de ver las cosas, o descubrir por lo menos si existen argumentos en favor de ella o si es simplemente subjetiva. Hacer esto de forma adecuada significa, una vez más, hacer ingeniería de conceptos.
La reflexión puede ser vista como algo peligroso, ya que no hay forma de saber por adelantado a dónde nos puede llevar. Siempre habrá argumentos en contra de ella. Mucha gente se siente incómoda o incluso se indigna ante las preguntas filosóficas. Algunos porque temen que sus ideas pudieran salir peor paradas de lo que desearían si empezaran a pensar sobre ellas. Otros tal vez se sientan atraídos por las llamadas «políticas de la identidad», en otras palabras, la clase de identificación con una determinada tradición o identidad de grupo, nacional o étnica, que les induce a cerrar la puerta ante cualquier extraño que venga a cuestionarla. Cualquier crítica será eliminada de un plumazo: sus valores son «inconmensurables» con los valores de los demás. Tan sólo aquellos que pertenecen a su reducido círculo pueden comprenderlos. La gente se siente cómoda cuando se retira a los senderos trillados de la tradición y no se preocupa demasiado por su estructura, sus orígenes o incluso por las críticas que puedan merecer. La reflexión abre una ancha avenida hacia la crítica, y los senderos de la tradición acostumbran a alejarse de ella. En este sentido, las ideologías se convierten en círculos cerrados, siempre a punto para responder con indignación ante la mente inquisidora.
La tradición filosófica de los últimos dos milenios ha sido enemiga de esta amable complacencia. Ha insistido en que no vale la pena vivir la vida si uno no la somete a examen. Ha insistido en el poder de la reflexión racional para eliminar los elementos negativos de nuestras prácticas, y reemplazarlos por otros más positivos. Ha identificado la autorreflexión crítica con la libertad, de acuerdo con la idea de que sólo desde una adecuada comprensión de nosotros mismos podemos controlar la dirección en la que queremos ir. Sólo cuando contemplamos con prudencia nuestra propia situación, y la contemplamos como un todo, podemos comenzar a pensar en cambiarla. Marx dijo que los filósofos anteriores se habían esforzado por comprender el mundo, cuando en realidad se trataba de transformarlo —uno de los comentarios más célebres y absurdos de todos los tiempos y del todo desmentido por su propia práctica intelectual—. Hubiera sido mejor añadir que si uno no comprende el mundo, poco sabrá cómo cambiarlo, por lo menos hacia mejor. […]
La leyenda completa de los grabados de Goya es «La imaginación, abandonada por la razón, produce monstruos imposibles: unida a ella, es la madre de las artes y la fuente de sus maravillas». Así es como deberíamos pensar.